Al despertar la comida yacía fría sobre la mesa y mi madre caminaba por la casa dejando un rastro de soledad sobre el frío suelo.
Mi entrañas no demandaban el hambre necesaria y apenas probé aquella rutinaria y absurda necesidad que el plato ofrecía. Llevaba incrustado en el alma ese tácito pacto entre tristeza, miedo y desamparo que a falta de palabras convine en llamar soledad.
Nada ofrecía aquel salón que no fueran ruidosos y borrosos recuerdos que aplaudían mi fracaso y dibujaban un atascado futuro olor cloaca.
En la casa se escuchaba la melancólica sinfonía de los sueños rotos, aquellas promesas que un alejado día en el tiempo exigimos a la vida y que oxidadas por el paso de los años andan renqueantes y ruidosas sobre las frías salas de nuestra memoria.
Me asomé a la ventana contemplando como la lluvia caía sin ganas y preguntándome qué irracional sucesión de hechos me habrían hecho llegar a tal situación.
Sola y en una esquina de un apartado y oscuro rincón esperaba aquella coronada puta con la que solía quedar todas las tardes para evadir mis inquisitivos remordimientos, de ella decir que nunca me dijo su nombre pero que me enseñó bastante del mío.
Abrí la sólida puerta de mi casa, aquella férrea puerta que solo protegía un museo de tristeza y nostalgia; porque había venido a mí aquel poético pensamiento de encontrarme con ella en esta ciudad presa del gris otoño, los solitarios coches y las mujeres que envejecen.
Llegué al sótano de aquel tugurio donde solíamos vernos, la banda de jazz había perdido toda referencia y tocaban suave y en decadencia las notas transcritas de una vida de excesos, sin horarios ni rutas, solo desahogándose de la soga de la desilusión.
Ella esperaba en la mesa de la esquina ofreciéndose a mí en todas sus formas y hazañas. Me acerqué, me dijo que sentía aquellas veces en las que me había hecho daño, me dijo que era un consuelo hodierno que hacía ver que el futuro cabía en la mano, ella no sabía que yo ya la había perdonado.
Estuve con ella toda la noche y todo se teñía de una sensación agridulce que consolaba mi mente, cada vez que ella me tocaba y yo me succionaba en ella toda la belleza del mundo acudía ante mis ojos como si fuese el portador de un secreto que solo mi mirada delataba y que ofrecía todo un delirio de placenteros momentos.
La cogí por el culo y me la llevé de allí pero por algún extraño suceso desorientado en la dramática noche la perdí y en lágrimas y gritos estallé arrasando con todo a mi paso.
Entré en casa, la misma fría y kafkiana casa, y a tientas llegué a la habitación donde una vez tumbado dormí abrumado por extraños sueños y una sed que me atormentaba.
Desperté pronto al amargo silencio del habitáculo y cogiendo una fina chaqueta salí y paseé por la calle y allí la vi sola y medio vacía en una parada de autobús, una vez más me la había jugado haciéndome sonreír en aquel chejoviano sueño alcohólico que solo ella podía ofrecerme.
Sergio Sanz Navarro
Escrito en la universidad, en 2012 ,durante mi etapa de bebedor
Imagen: » El bebedor de absenta» de Viktor Oliva