Según pasaban los dias y yo descansaba en las mansas y rojas tierras de mi pueblo, la paz volvía a arribar a las orillas de mi corazón y se infiltraba como un suave consuelo divino que me llenaba de una confianza incomprensible que me informaba con su dulce voz de que todo estaba en su sitio, de que todo estaba bien.

Las lágrimas que brotaban ya no eran de tristeza y más allá de algún espontáneo arranque de enfado malhumorado que no sabía de donde venía y que más bien era una resaca de una pesadilla que pasó, esas lágrimas que ya ni salían eran el fruto de una bendita alquimia de gratitud.

Estaba rodeado de personas que de verdad me amaban, de mis amigos de mi infancia y el horizonte de una nueva vida en Guadalajara se abría llena de tranquilidad y de una alegría que no necesitaba de la exaltación, y que era jolgorio festivo de bienaventuranza y reencuentro, encuentro nuevo bonito, bien bonito. Estaba en casa dentro y fuera y todos me apoyaban. La calma había llegado de nuevo y no quería jamás volver a apartarme ni visitar los cenagosos y negros pantanos de la desesperación.

Como el pastor un día me profetizó Dios me había dado una segunda o mejor dicho otra oportunidad, y sin embargo todo había sido un aprendizaje perfecto guiado por el Amor y estaba dispuesto a atravesar las consecuencias de esos meses que pasé medio ciego, pero rezaba porque no fueran amargas condenas y si emprendimientos que me edificaran y me impulsaran a alejarme más y más del hoyo en el que me metí. Sabía con certeza que a su ritmo la prosperidad estaba llegando y tenía los brazos abiertos de par en par a ella.

Sergio Sanz Navarro

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