Hay momentos en los que realmente no sé dónde ir, no me encuentro agusto en ningún lado y tampoco puedo quedarme quieto. Son los momentos en los que solía beber con más fuerza pero ahora que no bebo me siento como una pantera en una jaula. Es triste sentir que a veces siento que la vida no tiene sentido sin alcohol corriendo por mis venas. Sólo escribir me calma, pues me alivia el hecho de que quizás cuando alguien lea esto pueda no sentirse tan solo si le ocurre lo mismo.

En esos momentos extraño aquellos lugares donde están las personas con y desde dónde extrañaba los lugares y las personas con las que ahora estoy.

Es como un azogue, una inquietud, una búsqueda de una intensidad alegre constante. Una intolerancia a una frustración que proviene del choque de mis expectativas con lo que pasa y que sólo se deshace con la fiesta o con la rendición o con la dulce presencia de amigas.

Anhelo la sorpresa, un rostro femenino que me reconozca aún sin conocerme. Cada vez tengo menos claro el siguiente paso a dar pero sin embargo cada vez voy recuperando más las fuerzas para darlo.

Me siento dependiente de todos mis caprichos, me siento un niño y un hombre a la vez y muchas veces me siento cansado a pesar de que cada vez hago menos cosas. A veces me siento un inmaduro, otras veces una víctima, otras veces un idiota o un incapaz pero cada vez escucho menos la voz de la culpa. Y aunque sean muchas las razones para arrepentirme algo en lo profundo de mi me dice que por muy doloroso, erróneo o extraño sea lo que pasó solo paso lo que pudo pasar y me pregunto si es que de esa manera me niego a aprender o si es la vida un río sin control que ni si quiera nos da la opción de dejarnos llevar.

A veces todo ello acalla cuando respiro y descanso y mis pulmones vuelven a empaparse de serenidad y amor, de ganas de vivir y disfrutar.

Pero hay otros momentos en los que nada calla y todo es un ruido vacío y aterrador que ni tapándose los oídos uno es capaz de dejar de oír.

Todo me molesta cuando la desesperación me embarga, cuando me aniquila el estupor de la desdicha, cuando siento que otros son más afortunados que yo y me pregunto qué es lo que ven en mi que no les gusta y les aleja.

Odio cuando me miráis y siento en vuestros ojos deseo y al acercarme os alejáis. Que clase de perverso juego es ese, que ambivalencia más enloquecedora de la que alguna vez participé y que tampoco en mi comprendí, que clase de juego de falso poder estamos jugando los humanos mientras el amor se cuela por las rendijas de sus alcantarillas quedándonos secos con lo mínimo empobrecidos en diabólicos orgullos que sólo nos dejan a cada uno en la esquina de nuestras condiciones, la mayor parte de las cuales ni sabemos, cada uno buscando lo que quiere o cree querer y la mayor parte del tiempo con la mirada perdida sin poder encontrarnos como si hubiera una fisura insalvable entre nosotros los humanos que sólo la muerte o un amor radical pudiera llenar.

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